Silvino Vergara Nava
“Probablemente,
es difícil encontrar
una
época en que sea tan grande
la
cantidad de personas humilladas”.
Albert
Camus
Si el Estado se
conforma con la finalidad de otorgar certidumbre y paz entre las personas
viviendo en sociedad, es necesario que las instituciones que conforman el
Estado, esto es, el poder político, se comporte de tal forma que permita que
sus acciones, las leyes que se establece, las sanciones que impone y las
políticas públicas que determina permitan al ciudadano contar con la mayor
confianza y credibilidad en sus propias autoridades; por ello, dichas
autoridades, cuando realizan sus acciones, no deben sorprender, engañar o
falsear ante las personas, pues esto contraviene el denominado “principio de
eticidad” (Zaffaroni, Eugenio R., “Manual de derecho penal”, Ediar, Buenos
Aires, 2011).
Este
principio se vulnera muy fácilmente pues, con el afán de perseguir a los
infractores o delincuentes, las autoridades administrativas, fiscales,
policiales, aduaneras y judiciales actúan engañando, traicionando y mintiendo para
imponer multas, cumplir sus metas estadísticas o sancionar a los gobernados y
justificar la existencia de esos órganos estatales, ya que las acciones que se
realizan de esa forma repercuten en la forma en que el ciudadano visualiza a
sus gobernantes. Esto provoca incertidumbre por parte de la propia población y
pierde legitimidad el poder político; además, en un grado avanzando, este tipo
de conductas por parte del Estado causa violencia innecesaria y se pierde
credibilidad por parte de los electores —lo cual puede ser una de las causas
por las cuales no se acuda a votar— y, al final del camino, no hay razón de la
existencia del Estado y sus instituciones.
Debido
a ello, el Estado, sus políticas publicas y, principalmente, los servidores
públicos no pueden, con el afán de imponer sanciones a los particulares o, en
su caso, observar la comisión de infracciones e incluso delitos, estar
sorprendiendo a las personas, lo cual es muy común que se presente en el día a
día en las acciones de las autoridades; por ejemplo, implementan medidas
sorpresivas —que contraviene el principio de seguridad jurídica—, faltan a su
propia palabra —algo muy común en las oficinas públicas—, tratan de pasar como otro
ciudadano con la finalidad de sorprender al comerciante, al dependiente de un
negocio, etc., para levantar una infracción. Lo mismo pasa en el periodo de
vacaciones generales, cuando las autoridades realizan inspecciones,
verificaciones y notificaciones a los gobernados, lo cual les provoca incertidumbre
debido a que desconocen qué acciones deben tomar ante estas irregularidades; más
que la afectación al gobernado, lo que provoca esto es falta de credibilidad en
las instituciones del Estado, pues si éstas mienten con la finalidad de cumplir
con su trabajo, entonces qué se puede esperar de un simple ciudadano de a pie.
Lo cierto es que este tipo de
conductas, más que afectar al infractor y al delincuente para frenar sus conductas,
en realidad sorprenden al ciudadano de buena fe, y cuando ese ciudadano
cualquiera adquiere por la experiencia que no debe creer en sus propias
autoridades —lo cual es inaudito en países del primer mundo—, sabe que siempre
debe tomar sus reservas ante la autoridad, que no le puede depositar toda su
confianza, pues corre el riesgo de ser sorprendido, sancionado y afectado; por
ejemplo, una invitación de la autoridad fiscal que le notifica a un
contribuyente repercute posteriormente en una multa, lo que provoca falta de fe
en las instituciones y la violación al principio de eticidad, que afectará más la
relación del ciudadano con el Estado, una relación del particular y la
autoridad más áspera, tensa y violenta. Debido a todo esto, resulta necesario
que las autoridades tengan conocimiento de ese principio de eticidad con el
cual deben actuar si es que al tomar posesión de sus cargos públicos
protestaron la Constitución, ya que en ella no se sostiene que puedan actuar
como los ejemplos mencionados, sino que deben comportarse de tal forma que
protejan, tutelen y garanticen los derechos de los gobernados, y es claro que
dentro de los derechos de la población no se encuentra el ser sancionado,
sorprendido, castigado o engañado.
Este
tipo de conductas va en contra de las propias instituciones y de los servidores
públicos; por ello, ante la pregunta de quién vulnera más la ley, si es el
particular o la autoridad, se ha sostenido (Gargarella, Roberto, “El derecho
bajo protesta”, Ad Hoc, Buenos Aires, 2007) lamentablemente que es la autoridad
y no el particular. Verdaderamente se requiere urgentemente de lecciones de
eticidad.